Descansado
Así me siento; este año he acertado con los días de
vacaciones. Suelo coger ocho-diez días a finales de agosto, y a veces no solo se
hace corto, sino que el empalme con las jornadas laborales habituales provoca alguna
turbulencia emocional. Este año lo he alargado a 13 días y la longitud de los
días de descanso ayuda a la desconexión.
He caminado, he practicado en noble arte de la siesta, he
abierto mis ojos a espectáculos naturales, he degustado manjares preparados a
la manera del Pallars con materia prima de calidad, me he aireado y soleado
a partes iguales, he escuchado silencios y algún pájaro cantor o carpintero, he
visitado bosques, ríos y estanques, he visto estrellas, he conducido por
carreteras de curvas, he bebido vino, he admirado algunos campanarios de
arquitectura variada, he dejado que el atardecer me encontrara admirándolo
directamente, sin tener que hacer nada más.
Me he dejado llevar por el arrullo de la corriente de un
río, simplemente escuchándolo; he subido y bajado piedras para recorrer caminos
que recompensaban el esfuerzo con una multitud de atracciones sensitivas, he
escuchado mis pisadas, a veces en solitario, recorriendo el camino.
Incluso una noche me fui a dormir un rato al balcón,
envuelto en silencio y rodeado de una oscuridad plateada de estrellas que me aportó
un duermevela sensacional.
Comer bien (en mi diccionario, productos de calidad,
mejor si se cocinan estilo pueblo, en cantidad necesaria o abundante,
nunca corta) me suele subir la moral y me proporciona positividad y alegría.
Algún pastel de queso, una escudella pallaresa o un suculento chuletón
forman parte de la auténtica vibración con la que regreso.
A su manera, la vida diaria nos roba momentos de
contemplación. Quedarse quieto, parado, escuchando a penas tu respiración,
notando como tu cerebro se oxigena, soltando presión, neuras y adrenalina es
una táctica que utilizo para resetearme. Ojalá dure.
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