Cenicero



CENICERO ROTO


Si juntas unos berberechos frescos con una cervecita de aperitivo, una comida no demasiado copiosa pero sí con degustación de marisco, pulpo y pimientos de padrón, más un postre potente, suele producirse un subidón en mi ánimo de tripero. Semejante colchón acogió con deleite dos orujos de hierbas menos espaciados de lo que se debería y eso me propulsó a un territorio que mi memoria todavía no logra abarcar. Era mediodía por lo que supongo que la tarde en Vigo fue movidita. Dio para pasear y divertirse callejeando.

No sé si la cena fue frugal o no, pero seguro que seguimos insistiendo en saborear los caldos de la tierra, probablemente, algún Albariño. Ya de noche, tocaba volver al camping, pero Sergio -como de costumbre– declinó conducir. Me tocó ponerme al volante y optar por un regreso lento. Ya en el coche se encendió la reserva y decidimos parar en la gasolinera que estaba a 10 minutos del camping Monte Cabo, donde teníamos la tienda aquellos días.

Llegar hasta la gasolinera ya fue una pequeña aventura porque no estábamos cerca y me costaba lo suyo mantenerme alerta. Pero cuando llegamos, fue peor. Estaba cerrada por las noches. Hubo un momento de pánico cuando ambos pensamos a la vez que no llegaríamos, pero luego tiramos de optimismo y frases alentadoras sobre la capacidad del depósito con reserva mientras calculábamos mentalmente los kilómetros necesarios para alcanzar la meta.

En algún momento de la tarde, hubo un pequeño accidente dentro del vehículo y el soporte del cenicero se partió y dejó caer todas las colillas en el interior, a los pies de piloto y copiloto. Pero, inch’Allah, había que seguir con el trayecto y así se hizo. Llegamos despacito y dejamos el coche fuera del recinto porque de noche no se puede circular dentro.

Derrotados, aterrizamos sobre los sacos y caímos en sueño profundo. La jornada fue muy intensa.

A la mañana siguiente, por desgracia, el día amaneció despejado y bien temprano el sol se puso a calentar de lo lindo. A regañadientes, tuvimos que levantarnos, ahora un codo, luego el otro, para entrar en el día. Muy duro. La cabeza pesaba y pesaba y los ojos se negaban a abrirse del todo. La tienda era un horno y era preciso salir, pero dar las órdenes necesarias para incorporarse, levantarse y salir de la tienda agachado se convertía en una tarea titánica para las condiciones del cerebro. La resaca era espantosa.

Finalmente, conseguimos reunir fuerza y salir de la tienda para poder respirar aire más puro. Nos partimos las tareas, Sergio se encargaba de adecentar el interior de la tienda y yo me fui a buscar el coche para entrarlo en el Monte Cabo ahora que era de día.
Al llegar al vehículo y abrir la puerta, el espectáculo era dantesco. Colillas, ceniza y pequeños papeles inundaban las alfombrillas del interior y olía a rayos. Cayó como un misil en mi interior. Basura, deshechos y podredumbre me invadieron por un momento. Tal y como llevaba la cabeza, fue toda una victoria entrar, abrir las ventanillas, arrancar y llegar a la tienda. La luz roja brillaba fijamente en el salpicadero y añadió otra puya más al ánimo bien arrugado de aquel día.

-          ¡Qué resacón! No me puedo ni mover.
-          Pues no has visto el interior del coche. Parece como si viniéramos de la guerra.

Tocó deshacerse de la ceniza y colillas con la ayuda de un vaso de plástico y limpiar como se pudo las alfombrillas del coche. Finalmente, salimos de allí con la tunda en la cabeza, y a 40 y en tercera enfilamos hacia la gasolinera, con el canguelo de no saber si llegábamos.
El trayecto era corto pero se hizo eterno y no parábamos de mirar la luz de la reserva y el indicador que estaba claramente sobre el 0. Llegamos apurando pero llegamos y conseguimos llenar el depósito y acabar con la incertidumbre.

Una vez solventada la alarma, nos fuimos a desayunar y empezamos un día más de nuestras vacaciones gallegas. Después de un café y sin agobios, las cosas se ven de otra manera. Sube la moral y te dedicas a disfrutar de tus días de descanso.


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