Túnel



Llega un momento en que el día deja paso al crepúsculo. Sin darte apenas cuenta entras en el túnel. El túnel del nómada. Se apaga la luz y progresivamente se va oscureciendo tu realidad. El piso sigue mojado y pedregoso y a oscuras se hace peligroso. La bóveda se hace pequeña, parece como si se fuera a caer, para tragarte en su tiniebla.
Tú desprendes la única luz, un pequeño haz que a duras penas cumple su función de guía. Débil, cansada con ese aspecto de vela moribunda. Desaparecen los matices, la claridad en las formas. Todo se difumina en gris oscuro. Los ojos ya no ven más allá de la punta de la nariz.
Ya no hay ritmo vital, el corazón va más despacio; el aire se espesa y cuesta de llenar los pulmones. No hay diafragma que ayude y la supervivencia desdibujada se adueña del físico, del químico y del moral. Los tres yoes sufren de ese bajón sostenido y continuo que aparece como paisaje de todo el trayecto impregnando el espíritu de alquitrán que se pega maloliente a tu ánimo.
La longitud del túnel se alarga y las horas pasan a ser días. Sale el sol, hace calor, se esconde y sigues sudando. Un día y otro más. Cuando se juntan en semanas, la sensación de vacío se eterniza sin visos de mejora. Siento cansancio, hastío de este hotel sin tv donde hay poca luz en el que está hospedada mi alma.
En el horizonte y repentinamente se intuye un destello. ¿Será luz lo que veo al final?

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