La sobreestimulación como enemiga del disfrute


Recibimos tal cantidad de estímulos a diario que cargamos nuestro recipiente de sensaciones recibidas hasta recalentarlo como un enchufe abarrotado de clavijas. Nuestro centro neurálgico recibe tantas novedades innecesarias y de manera tan continuada que el ánima de recepción de mensajes sobrevive flotando en el tedio, lánguida ante la repetición de medianías insustanciales.
Es necesario “cerrar” tanto acceso para centrarse en una o unas pocas entradas con el fin de poder disfrutarlas como se merece y en condiciones. Hay que aprender a cerrar los ojos y abrir los demás sentidos. Agudizar el oído paseando en el monte, buscando tonalidades diferentes en roces, voces y soplos; concentrar la recepción de sensaciones del tacto en la epidermis más exterior buscando el detalle del contacto por nimio que resulte; calibrar ese aroma de café recién hecho -aunque se hayan apropiado de él los anuncios- y paladear pausadamente ese manjar para poder apreciar el sedoso dulce de la miel mezclado a la textura granulada de las nueces y ese volumen azucarado de la nata bajo la lengua que estimula las papilas y envía esa información placentera de manera lenta por una senda ancha. Necesitamos que la recepción en el centro neurálgico lo envuelva todo de placidez.
Hablo de ojos porque tal vez son los principales receptores de estímulos. Aunque también es posible deleitarse con las gamas de las nubes cuando surge aquella explosión de matices cromáticos. Me gusta que me ayuden a dejar de escuchar el reloj diario.
La idea es impedir el aluvión taponando algunas bocas para poder focalizar el matiz, la nota, la gota y abrir de par en par el portal del deleite de lo pequeño haciéndolo a lo grande.

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